Rutas e historias de montaña mas o menos normales, y alguna cosa mas…

domingo, 11 de noviembre de 2012

MAMI SUBE AL MÖRDERBERG


UN RELATO DE MONTAÑA DE H.G.WELLS

Junto con Julio Verne, Herbert George "HG" Wells (1866,1946) está considerado como el padre de la ciencia ficción. Pero este escritor, autor de obras tan famosas como  La guerra de los mundos , La máquina del tiempo,  El hombre invisible y La isla del doctor Moreau, también fue prolífico en muchos otros géneros. De sus manos salieron escritos de novela contemporánea, historia, miedo, política, temas sociales, libros de texto e, incluso, reglas de los juegos de guerra. También el relato corto de montaña que os presentamos. 

Con exquisito humor inglés, el texto describe la peculiar ascensión al Mörderberg de un montañero con su madre y un grupo de guías, así como el enfrentamiento entre estos dos colectivos. La historia parece transcurrir en los Alpes, en la segunda mitad del siglo XIX. No se si el Mörderberg (en castellano montaña asesina) existe o es fruto de la imaginación de Wells, pero es igual. El escrito (que podéis encontrar en el libro “Al Limite-2” de Ed.Desnivel) es un ejercicio genial de narrativa. Nos mantiene en vilo y con una sonrisa en los labios hasta la última línea y, al mismo tiempo, nos hace reflexionar.  Que lo disfruteís…


Establecí una especie de récord en Arosa, cayendo en tres grietas diferentes en tres días sucesivos. Eso fue antes de que mami llegara allí. Cuando llegó, me di cuenta de inmediato de que estaba cansada, jadeante, preocupada. Así que, en lugar de dejarla que se pusiera nerviosa en el hotel y se enzarzara en cuchicheos, preparé dos mochilas y la llevé a dar un largo, refrescante y tranquilo paseo hacia el norte. Hasta que una ampolla en su pie nos hizo detenernos en el hotel Magenruhe, en el Sneejoch. Ella estaba dispuesta a seguir, con ampolla o sin ella. No he conocido en toda mi vida a nadie con más coraje que mamá.

-No- dije-. Esto es un albergue de montaña y me siento como en casa, o en el cielo, si así lo prefieres. Te vas a sentar en el porche, junto al telescopio, y yo voy a darme un garbeo entre los picos
-Cuidado con los accidentes -me dijo.
-Lo tendré, aunque no puedo prometerte que no vaya a pasarme nada, mamá -dije-; pero te recordaré siempre. Soy tu único hijo -y me fui.

Apenas en dos días ya estaba enfrentado con todos los montañeros de ese albergue. No me soportaban. No les gustaba mi cuello, de fuerte y elegante nuez, pues la mayoría eran hombres con la cabeza de rosca, y no les gustaba la manera en la que yo me conducía y elevaba mi nariz de aviador a los picos. No les gustaba que yo fuera vegetariano y que disfrutara de serlo. Tampoco el toque de color, naranja y verde, de mi recio traje de estameña. Eran de la escuela de los estirados, ese tipo de hombres a los que yo, de manera caballeresca, llamo búhos: criaturas reservadas, de mente recta, en su mayoría de Oxford, tan solemnes escalando como un gato friendo huevos. Sabios, vaya si lo eran. De los que asienten con la cabeza y dicen “yo no me aventuraría a hacer una cosa así”. Siempre hacían lo que aconsejaban los libros y los guías, y se autocatalogaban por sus temporadas. Uno estaba en su novena temporada, otro en su décima y así sucesivamente. Yo era un novato. Tenía que quedarme sentadito y abrir la boca sólo para pedir disculpas. iComo si fuera ese mi estilo!

Me sentaba en el salón de fumadores con una pipa de tabaco aromático (que a ellos les olía a hojarasca quemada) y esperaba a intervenir en la conversación para arrojar algo de luz en sus mentes. Ellos dejaban por completo a un lado su reticencia natural con tal de mostrarme lo poco que yo les gustaba.


-A vosotros lo que os pasa es que os tomáis esas benditas montañas demasiado en serio -dije-. Son pasatiempos, y como tal hay que tomarlas. De momento no dijeron nada, limitándose a limitaron a entornar los ojos hacia mí. 
-No creo que haya que complicarse con tantas ceremonias como vosotros. Los montañeros de antaño subían con bastones y escaleras, y ligeros de espíritu. Ésa es la idea que tengo yo del montañismo -sentencié.
-No es la nuestra -dijo un héroe de los picos, lleno de ampollas y rojo como un tomate, al que se le estaba cayendo la piel. Y lo dijo con aire de querer aplastarme.
-Pues es la idea correcta -dije con serenidad, y le di una calada a mi tabaco aromático.
-Cuando adquieras un poco de experiencia ya aprenderás -dijo otro, un hombre joven con aspecto avejentado y barbita gris.
-La experiencia nunca me ha enseñado nada -dije.
-Salta a la vista que no -dijo alguien, y dejó la pelota en mi tejado. Yo mantuve la tranquilidad.

-Antes de irme tengo intención de hacer el Mörderberg -dije sin darle importancia, lo que atrajo su atención.
-¿Cuándo te vas?
-Dentro de una semana o así -contesté, imperturbable.
-No es el tipo de escalada que alguien debiera intentar en su primer año -dijo el caballero que se estaba pelando.
-Tú en particular no deberías intentarlo -dijo otro.
-Ningún guía querrá ir contigo.
-Es una idea absurda.
-No es más que un farol.
-Me gustaría verle hacerlo.

Les dejé un rato que se calentaran. Cuando se calmaron un poco me descolgué meditabundo con lo siguiente:
-Es muy probable que llevé a mami conmigo. Es pequeña, bendita sea, pero más dura que un clavo.
Vieron que les estaba ganando la partida con mi sonrisa y se contentaron con gruñir unos comentarios. Luego se dividieron en grupitos, se pusieron a charlar entre ellos en voz baja y se dedicaron a ignorarme. Eso espoleó mi propósito. Cuando quiero demostrar lo que valgo soy de los duros y, aunque me matara o acabara huérfano en el intento, estaba decidido a que mami subiera el Mörderberg,  montaña  en la que no habían estado ni la mitad de esos expertos.  De modo que al día siguiente se lo conté a ella. 

Estaba en una tumbona en el porche envuelta en mantas y mirando a los picos.         
-¿Cómoda? -dije.
-Mucho -respondió.
-¿Descansas?
-iEs tan hermoso!
-¿Ves aquel pico de allí, mami? -le pregunté, acercándome hasta la barandilla del porche, a lo que ella asintió sonriente, con la cabeza y los ojos medio cerrados.
-Es el Mórderberg. Tú y yo tenemos que subir allí pasado mañana - abrió un poco los ojos.
-¿No será demasiada escalada, querido? - dijo.
-Me las apañaré bien - contesté.. Ella sonrió con aprobación y cerró los ojos.
-Mientras tú te apañes -dijo.


Esa tarde bajé por el valle hasta Daxdam en busca de material, guías y porteadores, y pasé todo el día siguiente practicando en las rocas y en el glaciar que hay encima del hotel. Eso no aumentó mi popularidad. Cometí dos pequeños errores. El primero me hizo caer en una grieta  (tengo una habilidad extraordinaria para colarme en grietas) y una cordada de tres que partía hacia el Kinderspitz tardó una hora y media en sacarme de allí. El otro consistió en que se me cayó el piolet sobre una fila de gente que iba hacia el glaciar Humpi. No le pasó a nadie a menos de un metro, pero por la algarada que provocó cualquiera habría pensado que le había abierto los sesos a todo el grupo. El lenguaje que emplearon fue bastante feo. Y eso que iban tres damas con ellos.

 Al día siguiente trataron de evitar nuestra partida. Trajeron al casero, le pusieron reparos a mami, hicieron todo lo que pudieron para difamar la profesionalidad de mis dos guías. El hermano del casero tuvo una fuerte bronca con ellos.
-Hace dos años -nos decía- iperdieron a su cliente!
-No hay ningún motivo -dije yo- por el que usted no debiera conservar los suyos, ¿no?

Eso le dejó callado. No estaba a la altura de captar un juego de palabras, y se le atragantó, como una espina de pescado en la garganta. Luego, el caballero que se estaba pelando se acercó y trató de revisar nuestro equipo.
-¿Han cogido esto? -decía-, ¿han cogido lo otro?
-Hay dos cositas -dije, clavándole duramente la mirada- que no hemos olvidado. Una son velos azules y otra la vaselina.


 Tengo aún muy claro el recuerdo de la partida. Desde el collado, unos sesenta metros por debajo del hotel, éste se veía, con su cartel y sus ventanas, plantado entre grandes piedras, contra un fondo rocoso de tonalidades verdosas, salpicadas aquí y allá con manchas de nieve y oscuras terrazas de rododendros que se elevaban unos trescientos metros hacia el espolón occidental del macizo.

Nuestro camino bajaba entre bloques hasta cruzar un riachuelo. Lluego se dirigía por la otra orilla hacia el glaciar Magenruhe, donde teníamos que subir por las rocas, a la izquierda, y luego, a través de la cascada de hielo, a unas repisas en la escarpada cara de la vertiente oeste. Estaba amaneciendo, el sol aun tenía que subir. Por encima de nosotros todo parecía muy frío, azul y enorme. Todos habían salido del hotel para despedirnos (algunos saltos de cama eran vergonzosos) y ahora permanecían de pie, agrupados en silencio, observando ómo nos hacíamos cada vez más pequeños.
-Tendrán que volver -fue la última frase que escuché.
-Volveremos intactos -respondí-. No teman. Así que avanzamos, serenos y con cuidado, al otro lado del riachuelo, subiendo y subiendo hacia los empinados neveros y el hombro helado del Mörderberg. Recuerdo que anduvimos en completo silencio durante un tiempo. Y cómo el paisaje se iluminó de pronto por el sol. En un instante, como si el habla se hubiera descongelado, todas las lenguas empezaron a parlotear.

 Yo me había preocupado de que la gente del hotel no viera un par de cosas que guardaba entre el equipaje. Tampoco me había  molestado  en explicar por qué llevaba  cinco  porteadores  cuando,  con  nuestra  carga, dos  porteadores  y medio serian suficientes.  Pero cuando llegamos a la cascada de hielo dejé ver mis intenciones y saqué una recia hamaca de bramante para la madre. La metimos en ella envuelta en una manta y la cerramos con unas cuantas puntadas; luego nos encordamos en fila. Yo iba en penúltimo lugar, con un guía delante y otro detrás. Mami en el medio, llevada por dos de los porteadores. Me pasé el bastón por los dos agujeros que le había hecho a mi chaqueta en los hombros, por debajo de la mochila, para que hiciera de palo horizontal de una T en la que mi cuerpo sería el palo vertical. De ese modo, si caía en una grieta (como hacía con frecuencia), me quedaría atascado y sadría con facilidad cuando me tensaran la cuerda. El caso es que, salvo uno o dos meneos, que hicieron que mami soltara una risita sofocada, superamos el obstáculo sin incidentes.

Después venía la escalada en roca del otro lado, para lo que hacía falta mucho tino. Teníamos que ir de repisa en repisa, de la mejor manera que podíamos, y ahí mami nos vino como llovida del cielo. Después de haberla pasado por la gran grieta que siempre se forma entre el glaciar y la roca (que no recuerdo cómo se llama), la «desembalamos». Cada vez que llegábamos a algún lugar de la repisa que quedara a menos de dos metros y medio de la siguiente, los guías la agarraban y la aupaban sin problemas, pues no pesaba nada. Luego ella dejaba que uno de los hombres se le agarrara a un pie y se izara del mismo. Ella dijo que le estábamos tomando el pelo. Su ocurrencia nos hizo tanta gracia a ambos que todo el grupo tuvo que esperar a que se nos pasara el ataque de risa.


Hacer ese tramo de la escalada resultó bastante cansado. Nos llevó dos horas alcanzar las pedreras de lo alto de la arista.
-Es peor bajar -dijo el guía de más edad.
Miré hacia atrás por vez primera y confieso que me mareé un poco. El glaciar parecía ya bastante pequeño, y se veía una raja negra entre el mismo y la roca.

Subir por el borde rocoso de la arista resultó bastante razonable, no ocurrió nada de importancia, salvo que uno de los porteadores se puso a refunfuñar porque le golpeó en el mentón una piedra que yo había tirado al pisar.
-Gajes del oficio -dije, pero él no pareció verlo así y cuando estuve a punto de darle con una segunda dejó escapar una perorata lastimera en alemán, creo, de la que no pude entender ni papa.
-Dice que podías haberle matado -tradujo mami.
-Dicen, dicen -repetí-. ¿Qué dicen? iDéjales que digan!

Estuve a punto de parar y ofrecerle algo de comer, pero el guía de más edad opinó que no. Ya habíamos perdido tiempo, dijo, y en la travesía hasta la otra cara de la montaña habría cada vez más peligro de aludes, a medida que subiera el sol. Así que seguimos. Cuando pasamos a la otra cara me giré hacia el hotel, que ahora ya no era más que un puntito oblongo, e hice un gesto de arrogancia para que lo viera cualquiera que estuviera mirando por el telescopio.


Cayó un alud de piedras que hizo rezar de lo lindo al guía más retrasado, pero lo único que nos golpeó fueron trocitos de nieve. El resto pasó a más de dos metros de nosotros. Justo en aquel momento estábamos sobre roca y protegidos. Antes y después de eso tuvimos que ir subiendo por los escalones que el guía que iba en cabeza tallaba en el nevero y que luego retocaban los porteadores. Oír el alud resultó mucho más impresionante que verlo. Cayó dando tumbos por encima de nuestras cabezas y soltó un tremendo estruendo, precipitándose por debajo de nosotros, pero al pasar a nuestra altura vimos que no era gran cosa, ya que la mayor parte de los bloques que caían eran más pequeños que yo.
-¿Todo bien? -dijo el guía.
-Tonificado -respondí.
-Supongo que será seguro, ¿no, querido? -preguntó mami.  .           .
-Seguro como Trafalgar Square -contesté-. No te pares, mami - y siguió subiendo con asombrosa agilidad.

La travesía nos dejó por fin en nieve asentada, y pudimos descansar para almorzar. Estábamos muy contentos, ya que íbamos a comer y a descansar, pero se agudizó el problema con los porteadores y los guías. Ya estaban un poquito perturbados por mi habilidad para dar vida a piedras sueltas, y ahora estaban montando una bronca tremenda porque en lugar del coñac de rigor, lo que llevábamos era un tónico de jengibre sin alcohol. ¿Lo probarían siquiera? iNi una gota! Fue una discusión absurda, allá arriba, con ese aire enrarecido, sobre los valores nutritivos y las ventajas de hacer bocadillos con mantequilla de cacahuete. Era un grupo de personas raras, apalancadas en una dieta viciada y contaminante. Querían carne, alcohol, fumar narcóticos. Aunque lo que hubiera cabido esperar era que hombres como esos, que vivían casi en contacto directo con la naturaleza, es que hubieran deseado alimentos naturales, como plasmón, protosa, plobosa, digestine, etcétera. iEllos no! Cuando mencioné beber agua pura, uno de los porteadores escupió sobre el abismo en plan simbólico. A partir de ese punto, prevaleció el descontento.   
                             .
Nos pusimos de nuevo en marcha a eso de las once y media, tras un vano intento por parte del jefe de los guías de que nos diéramos la vuelta. Habíamos llegado a lo que suele ser el tramo más difícil de la ascensión al Möderberg, el filo que conduce al nevero que hay bajo la cresta. De pronto, sentimos una corriente de aire cálido que soplaba del suroeste; todo, según dijo el guía, resultaba poco corriente, porque lo normal es que la roca del filo estuviera tapizada de hielo. Ese día estaba húmedo y blando, y se podía abrir huella, dando patadas, con enorme facilidad.

-Aquí es donde se cayó el grupo del señor Tomlinson -dijo uno de los porteadores cuando ya llevábamos unos diez minutos metidos en el filo.
-Hay gente capaz de caerse de una cama de matrimonio -dije yo.
-Se volverá a congelar antes de que estemos de vuelta -dijo el segundo guía- y nosotros sin otra cosa dentro del cuerpo que ese maldito jengibre.
-Tú mantén tensa tu cuerda -dije.

Una amable repisa vino en ayuda de mamá justo a tiempo, cuando estaba empezando a cansarse. La volvimos a envolver en la hamaca entera salvo los pies, y la atamos con cuidado. A veces colgaba del vacío y se golpeaba un poco mientras daba vueltas despacio, pero todos la sujetaban a muerte.
-Querido -dijo la primera vez que sucedió eso-, ¿está bien que yo haga esto?
-Muy bien -dije-, pero si puedes volver a apoyar el pie en algún sitio ahora, mejor aún.
-¿Estás seguro de que no hay peligro, querido?
-Ni el más mínimo.
-¿Y no os canso?
-Eres un estímulo.
-La vista -dijo ella-, se está volviendo muy hermosa, desde luego.
Pero la vista se tapó de repente. Nos vimos sumidos entre nubes y empezaron a caer de manera suave copos que casi se derretían
.
Alrededor de la una y media llegamos al nevero superior. La nieve estaba blandísima. El guía de más edad se coló hasta los sobacos
-iComo las ranas! -dije, y me tiré al suelo abriendo brazos y piernas, como si nadara.
Así nos abrimos paso hasta la cresta y a lo largo de ella. Avanzábamos a tirones y luego nos parábamos a respirar. A mami la arrastrábamos metida en su hamaca, detrás de nosotros. A veces la nieve era tan buena  que apenas nos hundíamos, pero en otros lugares estaba tan podrida que nos colábamos hasta la cintura. En una ocasión, yo me acerqué demasiado a la cornisa y ésta se rompió bajo mi peso, pero la cuerda me salvó.

A eso de las tres alcanzamos la cumbre sin mayores contratiempos. La cumbre no era más que roca pelada con el montón de piedras habitual y un poste. Nada del otro mundo. Las nubes que habían dejado caer algo de nieve ya se habían marchado, y el sol, en la vertical, calentaba de muerte. Nos daba la impresión de estar viendo toda Suiza. El hotel Magnruhe estaba a nuestros pies. Nos lo ocultaban, por así decirlo, nuestras barbillas. Nos sentamos junto al hito de la cumbre, y los guías y porteadores se tuvieron que conformar con jengibre y sandwiches vegetales. Yo grabé una inscripción que decía que había escalado con alimentos simples. También reivindicaba un récord.

Vistos, desde la cumbre, los neveros de la vertiente noreste resultaban extremadamente atractivos. Le pregunté al guía por qué no se utilizaba esa vía para subir, y me dijo algo sobre los precipicios, en ese alemán suyo tan particular.

Hasta el momento, nuestra ascensión había sido bastante correcta, pero más bien lenta. Fue durante el descenso cuando ese talante mío, de una originalidad casi accidental, entró en juego. 

No nos encordamos para volver por el nevero superior porque mamá tenía los pies y las manos frías y yo quería que se moviera un poco. Y antes de que yo pudiera hacer nada por evitarlo, ella resbaló. Se dirigía, dando volteretas, hacia los benditos precipicios que caían hasta el nevero inferior, aquellos de los que había hablado el guía.

En un abrir y cerrar de ojos me tiré a por ella, piolet en mano, dejándome patinar. No tengo muy claro qué era lo que trataba de hacer. Supongo que mi idea era adelantarla y servir de freno. En cualquier caso, no tuve éxito. En un visto y no visto yo había resbalado y bajaba de culo, completamente fuera de control.

La mayoría de los descubrimientos son consecuencia de accidentes. Yo sostengo que en aquel instante mamá y yo descubrimos dos maneras novedosas y diferentes de bajar de una montaña. Ante todo es necesario que haya una pendiente de nieve por arriba con una capa de nieve blanda y vieja encima del hielo. Luego hace falta un precipicio que tenga en su base una pendiente de nieve, inclinada al principio y que más tarde pierda inclinación. A continuación más pendientes de nieve y precipicios, según gustos. Y por fin un gran nevero o un glaciar no excesivamente agrietado, o una ladera razonable, no demasiado rocosa. Luego todo consiste en pasar volando por los tramos verticales.

Mamá se decidió por el sistema de costado. Daba volteretas. Con la nieve en el estado pegajoso en el que estaba, en medio minuto se había convertido en una bolita que era el núcleo de un alud de nieve limpia y abundante. Por delante de ella bajaba mucha nieve. Ésa es la esencia de nuestros dos sistemas. Eres tú quien debe caer sobre la nieve que va contigo, no ella sobre ti, porque si no te aplastará. Y no debes mezclarte con piedras sueltas.

Yo, por mi parte, bajaba con los pies por delante, a modo de arad. Iba más despacio que ella y, aunque tal vez con menos gracejo, con más dignidad. También veía más. Pero desde luego todo fue muy deprisa y se me hizo un nudo en la garganta cuando mami saltó por encima del borde y desapareció. Fue como una alocada bajada en tobogán por la ladera, hasta que yo también despegué por el borde del precipicio. Luego, fue como un sueño.

Siempre había pensado que caer debía de ser horrible. De ninguna manera. Mi serenidad era tal que me podría haber quedado durante semanas colgado entre mis nubes de nieve. Entonces tuve la impresión de que era como si estuviera muerto y no me importaba. No tenía miedo, ni me sentía incómodo. iPlas! Golpeamos contra algo, pero no nos hicimos añicos, pues aterrizamos en la pendiente de nieve de abajo, tan inclinada que sirvió de amortiguador a nuestra caída. Continuamos resbalando. Después de eso no vi mucho paisaje porque tenía la cabeza cubierta de nieve, pero seguí cayendo con los pies por delante, medio sentado. Luego me frené y me volví a acelerar y luego reboté una, dos, tres veces, y me detuve. Esa vez estaba completamente enterrado en nieve y girado de costado, con mucha nieve pesada sobre mi hombro derecho.

Me quedé un momento sentado, disfrutando de la quietud. Luego me pregunté qué habría sido de mamá y me puse a desenterrarme de la nieve. No resultó tan fácil como pueda pensarse, pues era como estar metido en una esponja gigante. Me puse de mal humor y maldije bastante, pero al final lo logré. Salí arrastrándome, al borde de montones acumulados de nieve, bastante cerca de la parte alta del glaciar Magenruhe. Muy lejos, en pleno glaciar y cerca del otro extremo, había una cosa pequeña, como un escarabajo negro, que forcejeaba en medio de una enorme bola de nieve partida en dos. Me llevé las manos a la boca Y dejé escapar mi versión del grito tirolés. De pronto, la vi saludando con la mano.

Tardé cerca de veinte minutos en llegar hasta ella. Consciente de mis puntos débiles, ponía muchísimo cuidado cada vez que pasaba cerca de una grieta. Cuando llegué hasta ella, su rostro estaba ansioso.
-¿Qué has hecho con los guías? -preguntó.
-Tienen mucho que acarrear -dije-. Bajan por otro sitio. ¿Te ha gustado?
-No mucho, querido -dijo-, pero supongo que me acostumbraré a estas cosas. ¿Por dónde vamos ahora?

Debíamos encontrar un puente de nieve sobre la rimaya (esa era la palabra de la que no me acordaba) y cruzar así hasta las rocas del lado este del glaciar. Después de eso llegamos hasta el hotel sin ningún problema ...

Nuestro regreso suscitó una hostilidad y una envidia como nunca he conocido. Primero intentaron negar que hubiéramos llegado a la cumbre, pero la orgullosa vocecita de mamá zanjó esa especie de insulto. Además teníamos el testimonio de los guías y los porteadores que bajaban detrás de nosotros.
-¿Dónde están los guías? -preguntaron.
-Siguen vuestros métodos -les dije-, y supongo que llegarán aquí mañana a lo largo de la mañana -no les gustó nada lo que les estaba diciendo.
Yo reivindicaba un récord, y ellos decían que mis métodos no eran legítimos.

-Si a mí me parece bien -dije yo-, utilizar un alud para bajar, ¿qué mas os da a vosotros? Me decís que mi madre y yo no podemos subir de ninguna manera la maldita montana y cuando lo hacemos queréis inventaros un montón de regla para descalificamos. A continuación diréis que tampoco se puede uno deslizar. He logrado un récord y lo sabéis, y por eso estáis amargados. Lo que ocurre es que no sabéis hacer lo que se supone que es vuestra especialidad. He aquí una manera buena y rápida de bajar una montaña . Deberíais saberlo.
-Las posibilidades de no matarse, bajando así, son una entre mil.
 -iPamplinas! Es la manera adecuada de bajar para alguien que no tenga miras estrechas. Deberíais dejaros caer por la nieve desde grandes alturas. Es facilísimo, y completamente seguro. Siempre que se sepa cómo hacerlo, claro.
-Mira, jovencito -dijo el joven avejentado de la barbita gris-, parece que no entiendes que tú y esa señora os habéis salvado por una especie de milagro.
-iConjeturas! -interrumpí-. Me sorprende que os molestéis en venir a Suiza. Si fuera como vosotros, me limitaría a inventar montañas teóricas y a hacer como que las subo.
-Pero mami, estás cansada. Lo mejor es que te tomes una so pita caliente y te metas en la cama. No te voy a dejar levantarte hasta dentro de un día y medio. Resulta triste que la gente deteste un poco de originalidad.

H.G.Wells ; relato extraido del libro “Al Límite-2”, de Editorial Desnivel)


EniEn - Noviembre 2012

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